Y ante todo haz crecer en mí Y en todos mis hermanos Este amor puro, este amor fuerte, este amor eterno Que ha hecho de ti la llena de gracias Y que quiere hacer de todos tus hijos Un solo Corazón contigo
llame a su lado, y ahí vivir para siempre en su intimidad. Así emigraste hacia esos tabernáculos eternos, donde Dios ha hecho su morada y de hoy en adelante, Oh, Madre de Dios, no dejarás jamás su dulce
de esta Mujer, la encarnación de Dios, la cruz, el perdón de los pecados, la esperanza de la vida eterna para ti, para mí, todo se vuelve plausible y deseable. Sin Ella, el cristianismo se vuelve vago,
impuro y vano le ofrece el testimonio de su fecunda virginidad. A un mundo envejecido, ella trae su eterna juventud. H. Engelmann, extracto de su libro J’ai perdu la foi (“Yo perdí la fe”), p. 91.
Nuestra Señora de las Rosas (1418) María y el plan de Dios Cuando Dios contemplaba con su pensamiento eterno a la Virgen, a Cristo y a la Iglesia, dio su aprobación absoluta a toda la creación, proclamándola
de sus ministros, ofrece toda la ayuda, todas las gracias de la santificación para la salvación eterna: la Misa, los sacramentos, la veneración de la Virgen María y de los santos, su Magisterio, etc.
Y ante todo haz crecer en mí Y en todos mis hermanos Este amor puro, este amor fuerte, este amor eterno Que ha hecho de ti la llena de gracias Y que quiere hacer de todos tus hijos Un solo Corazón contigo
llame a su lado, y ahí vivir para siempre en su intimidad. Así emigraste hacia esos tabernáculos eternos, donde Dios ha hecho su morada y de hoy en adelante, Oh, Madre de Dios, no dejarás jamás su dulce
Pablo II escribió el 15 de agosto de 1988 sobre María: “Al comienzo de la Nueva Alianza, que debe ser eterna e irrevocable, hay una mujer: la Virgen de Nazaret”. Y con respecto a José, el 15 de agosto de 1989 [...] de sí todo el patrimonio de la Antigua Alianza, también fue introducido al comienzo de la nueva y eterna alianza, en Jesús-Cristo” Gracias, pues, al sí de una mujer —María—, y al sí de un hombre —José—
pertenece, sin excepción, según vuestro beneplácito, a la mayor Gloria de Dios, en el tiempo y en la eternidad. Amén”. San Luis María Grignion de Montfort invita con este radical acto de consagración a imitar