¿Qué razón tengo para responder a la llamada de mi corazón cuando, mediante un movimiento de sincera piedad y gozosa admiración, él quiere saludar a esta niña de Belén, como a la mujer bendita entre todas? Ella es la Madre del Señor, la Madre de mi Señor. Esta es la base más profunda de mi veneración por Ella y de mi gratitud hacia Ella.
Ya en lo que respecta a la vida natural, una aureola incomparable rodea este nombre de madre. Por un auténtico sentimiento humano, este nombre “madre” y todo lo que de él se desprende y significa, evoca algo sagrado e inviolable. El mismo nombre de “madre” contiene todo lo más tierno y puro que hay en la vida del hombre. ¿Te sería posible menospreciar a tu madre o hablar mal de ella? ¿Te gustaría borrar su imagen de tu alma?
Por eso me parece obvio que, si Jesús es querido por nosotros como nuestro Señor y Salvador, debe ser natural que tengamos sentimientos cálidos y profundos por la mujer a la que llamó su madre, su propia Madre.
Honrarlo a él y despreciar a su Madre, glorificarlo y menospreciar a su Madre, esto no es coherente si reconocemos en Él al verdadero Hijo de María, la Virgen de la ciudad de David, lo cual hacemos cada vez que recitamos el Credo de los Apóstoles: “Creo en Jesucristo nacido de la Virgen María”.
Pastor E. Eidem,
Herrens Moder, La Mère du Seigneur – Variations sur le Magnificat (“La Madre del Señor: reflexiones sobre el Magnificat”), Uppsala 1929.
Citado por Benoît Thierry d'Argenlieu, Marie Reine du Nord (“María, Reina del Norte”), en Maria – études sur la Vierge Marie, bajo la dirección de Hubert du Manoir, S.J., tomo IV, 1956, págs. 450 y 451.