Todas las edades de la Iglesia están marcadas por las batallas y los gloriosos triunfos de la augusta María. Desde que el Señor estableció la enemistad entre Ella y la serpiente, Ella ha vencido constantemente al mundo y al infierno.
Todas las herejías, nos dice la Iglesia, inclinaron la cabeza ante la Santísima Virgen, y poco a poco Ella las redujo al silencio de la nada. Ahora bien, hoy, la gran herejía reinante es la indiferencia religiosa, que adormece las almas en el sopor del egoísmo y el estancamiento de las pasiones.
El pozo del abismo vomita en grandes oleadas un humo negruzco y pestilente, que amenaza con envolver a toda la tierra en una noche oscura, vacía de todo bien, preñada de todo mal e impenetrable, por así decirlo, a los rayos vivificantes del Sol de justicia. También la antorcha divina de la fe se apaga y muere en el seno de la cristiandad. La virtud huye, haciéndose cada vez más rara, y los vicios se desatan con terrible furor. Parece que nos acercamos al momento predicho de deserción general y apostasía de hecho casi universal. Este panorama, que tristemente refleja tan bien nuestro tiempo, está lejos de desanimarnos.
El poder de María no disminuye. Creemos firmemente que Ella vencerá esta herejía como todas las demás, porque Ella es, hoy como ayer, la Mujer por excelencia, la Mujer prometida para aplastar la cabeza de la serpiente; y Jesucristo, al no llamarla nunca más que por este nombre, nos enseña que Ella es la esperanza, el gozo, la vida de la Iglesia y el terror del infierno. A Ella, pues, está reservada una gran victoria en nuestros días; a Ella pertenece la gloria de salvar la fe del naufragio en el que se encuentra amenazada entre nosotros.
Padre Joseph Chaminade