En diciembre de 2017 tuve la suerte, durante el periodo navideño, de que el médico que asistiría el nacimiento de nuestra nieta me permitiera ingresar a la sala de partos de un hospital. Fue hace 17 años. Las abuelas que lean estas líneas y hayan tenido una experiencia similar lo entenderán.
El obstetra-ginecólogo estaba supervisando el trabajo, cuando noté que una gran preocupación invadía su rostro. Siendo católica, comencé a rezar el Rosario. Yo sabía que algo iba mal. Estaba muy preocupada, pero sabía que no era el momento de expresar mi angustia.
Aprovecho esta oportunidad para elogiar a estos médicos, cuyo trabajo pude observar ese día. Con demasiada frecuencia creo que no apreciamos plenamente su cuidado y diligencia. El doctor estaba concentrado en hacer nacer a un bebé que por alguna razón estaba en peligro. ¡Por fin ha llegado!
En ningún momento levanté la voz durante el parto, pero me dirigí al Cielo, y especialmente a la Madre de Dios, para que viniera en nuestra ayuda. Algo inesperado sucedió justo después del nacimiento. El doctor, a quien no conocía, vino a verme y me dijo, mostrándome mi rosario: «¡Eso fue lo que salvó al bebé!». ¡Dios mío! ¡Fue un ejemplo perfecto de fe y confianza en Dios! Sin decir nada más, salió de la sala de partos. Por mi parte, agradecí al Señor y a María por uno de los mayores regalos que Dios nos da: ¡los hijos!
M. E. et C. T. de diciembre 2017