20 de noviembre – Estados Unidos: en Washington (1959), el cardenal Spellman consagra el Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción

Vaticano II: “Un himno incomparable de alabanzas en honor a María”

Al promulgar la constitución dogmática Lumen Gentium en el Concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, el papa Pablo VI declaró a la Virgen María “Madre de la Iglesia”. Estos son algunos extractos de su alocución:

“Con la promulgación de la actual Constitución, que tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen, justamente podemos afirmar que la presente sesión se clausura como himno incomparable de alabanza en honor de María.

Pues es la primera vez —y decirlo nos llena el corazón de profunda emoción— que un Concilio Ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

(…)

La reflexión sobre estas estrechas relaciones de María con la Iglesia, tan claramente establecidas por la actual Constitución conciliar, nos permite creer que es este el momento más solemne y más apropiado para dar satisfacción a un voto que, señalado al término de la sesión anterior, han hecho suyo muchísimos padres conciliares, pidiendo insistentemente una declaración explícita, durante este Concilio de la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano. A este fin hemos creído oportuno consagrar, en esta misma sesión pública, un título en honor de la Virgen, sugerido por diferentes partes del orbe católico, y particularmente entrañable para  nosotros, pues  expresa admirablemente el lugar privilegiado que este Concilio ha reconocido a la Virgen en la Santa Iglesia.

Así pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro,  proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”.

 

Alocución de Su Santidad Pablo VI en la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, 21 de noviembre de 1964.

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