“En aquellos días, María se puso en camino y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»” (Lc 1:39-45).
María proclama entonces su Magníficat, que se ha convertido en el de toda la Iglesia. He aquí el comentario del papa emérito Benedicto XVI:
“[El Magníficat de María es] la gran alabanza que cantó cuando Isabel la llamó «bienaventurada» debido a su fe. Es una oración de acción de gracias, de alegría en Dios, de bendición por sus grandes obras. El tenor de este cántico aparece inmediatamente en la primera palabra: «Mi alma engrandece —es decir, exalta— al Señor». Exaltar a Dios significa darle un lugar en el mundo, en nuestra propia vida, dejarlo entrar en nuestro tiempo y en nuestra acción: esa es la esencia profunda de la verdadera oración. Donde Dios se hace grande, el hombre no se hace pequeño: allí también el hombre se hace grande y el mundo luminoso”(1).
(1) Homilía de Benedicto XVI, lunes 11 de septiembre de 2006, plaza del Santuario de Altötting.
Adaptado de: Enciclopedia Mariana