Para convertirse en un ser humilde, humilde de corazón como Jesús quiere, no hay recetas, ni secretos. No hay necesidad de itinerarios o de grados académicos. Sería inútil considerarse más vil, más reacio o más indigno de lo que uno es, ya que, a veces, una modestia excesiva puede estar ocultando una búsqueda sutil de uno mismo.
En el Carmelo, la humildad sigue siendo simple, viva, alegre, como María la concebía. La humildad, en el Carmelo, es una especie de transparencia hacia Dios y hacia uno mismo, que permite volver a decirle a Dios, sin angustias ni tristeza: «Sí, soy esto, soy solo esto y no soy sino esto; pero tal como soy, soy tu hijo, y eso es suficiente para mi felicidad. Mi miseria no me impedirá amarte hoy, servirte "solo por hoy", ya que el mañana únicamente te pertenece a ti».
También transparencia para con los demás, porque, una vez verdaderamente comprometida en la «Subida», la hija de santa Teresa ya no tiene un papel que interpretar, ya sea halagador o no; ningún personaje que defender, ninguna máscara de sí misma que conservar. La humildad del Carmelo es la paciencia filial de quienes se inclinan al ritmo del Espíritu, que no temen quedar atrapados bajo la sombra del Altísimo y que saben esperar, como María en Nazaret, la hora en que Dios hablará.
Feliz el que cree, a pesar de los cambios imprevisibles en los caminos de Dios, pues «se cumplirá todo lo que le ha dicho el Señor» (cf. Lc 1,45). El Padre, que ve en secreto, conoce todos sus esfuerzos; el Espíritu, que llena el universo, percibe todas las palabras, escucha todas las llamadas que surgen de un corazón pobre. Por tanto, el amor debe desterrar todo temor: el cansancio puede llegar; las certezas desvanecerse; la esperanza, entrar en pánico en los momentos de confusión; pero Dios siempre pondrá sus ojos en la humildad de su siervo.