Cuando Jesús comenzó a predicar, su Madre se hizo a un lado. Ella no interfirió en su trabajo e incluso, cuando Él regresó al Cielo, no fue a predicar y enseñar, no se sentó en la sede apostólica, no participó en el ministerio del sacerdote. Se limitó a buscar humildemente a su Hijo en la Misa que los apóstoles celebraban todos los días, quienes, aun siendo sus ministros en el Cielo, eran sus superiores en la Iglesia de la Tierra.
Después de su muerte y de la de los apóstoles, cuando se convirtió en Reina y ocupó su lugar a la derecha de su Hijo, ni siquiera se dirigió a los fieles para que llevaran su nombre hasta el último rincón del mundo o para que la tuvieran siempre presente. Esperó en silencio el momento en que su gloria podría contribuir a la de su Hijo. (...)
Cuando se hicieron objeciones en contra de su culto, esperó pacientemente el día en que sus derechos ya no serían disputados; sí, esperó hasta que finalmente recibió, en nuestro tiempo, si Dios lo permite y sin objeción alguna, su corona más brillante, esto es, que se reconociera, en medio del júbilo de toda la Iglesia, la pureza inmaculada de su concepción.
San John Henry Newman (1801-1890), Conferencias a protestantes y a católicos, trad. Jules Godon, París, Sagnier y Bray, 1850: 17° conferencia, “Las glorias de María tienen por objeto la gloria de su Hijo”.