La Asunción de María nos muestra que la muerte no es el final de la vida, sino el límite entre la vida terrenal vivida en la fe y la vida celestial vivida en la visión, pero también al servicio de la vida. María, quien dio vida a la Vida, muestra con su Asunción que la distancia entre el cielo y la tierra se ha borrado. En la Virgen Madre, acogida en el cielo, se nos revela el destino eterno que nos espera más allá del misterio de la muerte: un destino de felicidad lleno de la gloria divina.
"María," escribió el Santo Padre Juan Pablo II, "fue recibida en el cielo para servir, es la ‘sierva del Señor’ en la gloria eterna. María prepara y sirve al Reino final del Hijo. ‘La gloria de servir’ sigue siendo su exaltación real: recibida en el Cielo, no completa su servicio salvífico, en el cual la mediación materna se expresa hasta la coronación perpetua de todos los elegidos” (id, 41).
“Nadie más que María ha confiado tanto en Dios, como lo expresan sus palabras en el Magníficat: ‘mi alma glorifica al Señor’. María proclama al Señor grande y, por lo tanto, desea que Dios sea grande en el mundo, grande en su propia vida y que esté presente entre todos nosotros "(Benedicto XVI, homilía del 25 de agosto de 2005).
La Madre de Cristo nos muestra maternalmente que Dios es padre, grande en misericordia, y no un “rival” en nuestras vidas, como si fuera un déspota que quiere quitarnos nuestra libertad. María sabe que, si Dios es grande, nosotros también somos grandes y debemos esforzarnos, junto con Ella, por comprender que en el Cielo podremos ser aceptados, acogidos, bienvenidos, solo si Dios es grande en nuestra vida, en todas partes y en todos los momentos de nuestra existencia.
Dios manifiesta su grandeza al hacerse "pequeño" con nosotros y el hombre que es realmente "pequeño" puede ser grande con Dios y vivir en él y con él por toda la eternidad.
Extracto de la meditación de Mons. Francesco Follo en la solemnidad de la Asunción de María, 15 de agosto de 2019 - Zenit