Durante la Revolución Francesa en 1789, cuando se persiguió a los sacerdotes católicos que se habían mantenido fieles al Papa, los agentes del Estado se reunieron un día con el padre Chaminade y quisieron arrestarlo porque no quería firmar la Constitución Civil del Clero, ordenada por el gobierno revolucionario. Él se escapa y corre frente a ellos para dejarlos atrás. Al pasar reconoce la casa de un amigo y entra. La familia estaba reunida alrededor de la chimenea. El abad toma asiento al lado de un niño pequeño y participa en la conversación.
Los policías que lo siguen llegan a su vez. Saben que está ahí, lo vieron entrar. Sin embargo, no lo reconocen. Registran todas las habitaciones, pasando una y otra vez a su lado y no lo ven... “Ya no está aquí”, se dicen entre sí y se dirigen a otra parte para continuar su búsqueda inútil. En cuanto salen a la calle, los miembros de la familia se agolpan alrededor del sacerdote: “¡Oh, señor abad! ¿Cómo fue que no se lo llevaron? ¿Si estaba delante de ellos, al alcance de su mano?”.
Entonces el niño, cerca de quien se había sentado el “rebelde”, uno de esos queridos inocentes a quienes Dios a veces les permite ver lo invisible, les dice a todos: “ellos no pudieron ver al señor Cura porque una hermosa Señora blanca, que entró al mismo tiempo, siempre estuvo delante de él para ocultarlo”.
La policía no había visto a la “señora”. No merecían sin duda esa gracia. Pero la Señora había vuelto invisible a quien Ella protegía.
Gracias a sus muchos disfraces y sus innumerables precauciones, gracias sobre todo a la protección de la Virgen Inmaculada, el abad Chaminade a menudo escapó de la muerte. Sin embargo, no pudo evitar el exilio.
Geneviève Veuillot, écrivain Extrait de son livre Le bon Père Chaminade Recueil marial 1981