La maravillosa realidad de la Asunción de María manifiesta y confirma la unidad de la persona humana y nos recuerda que estamos llamados a servir y glorificar a Dios con todo nuestro ser, cuerpo y alma. Servir a Dios solo con el cuerpo sería una acción esclava; servirlo solo con el alma sería contrario a nuestra naturaleza humana.
Alrededor del año 220, un padre de la Iglesia, el gran san Ireneo, afirma que “la gloria de Dios es el hombre vivo y que la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (Contra las herejías, IV, 20, 7). Si vivimos así, en un servicio jubiloso a Dios, que también se expresa en el servicio generoso a nuestros hermanos, nuestro destino, el día de la resurrección, será como el de nuestra Madre celestial. Entonces se nos dará la plena realización de la exhortación del apóstol Pablo: “¡glorifica a Dios en tu cuerpo!” (1 Cor 6, 20) y lo glorificaremos para siempre en el Cielo.
Oremos para que María nos ayude, mediante su intercesión materna, a vivir nuestro caminar diario en la esperanza activa de poder unirnos a ella un día, con todos los santos y nuestros parientes, todos, en el paraíso.