La segunda profecía del tiempo de Adviento se encuentra en el último libro del Antiguo Testamento, el de Daniel.
El libro narra en el capítulo 2, el sueño de Nabucodonosor, en el cual el rey ve una roca que destroza una gran estatua hecha de oro, plata, bronce, hierro y arcilla. El rey permanece inquieto hasta que Daniel le da la justa interpretación: “Después de ti surgirá otro reino inferior a ti, y luego aparecerá un tercer reino que será de bronce (…). Habrá un cuarto reino (…) En tiempos de esos reyes, el Dios del cielo suscitará un reino que nunca será destruido y cuya realeza no pasará a otro pueblo: él aniquilará todos esos reinos, y él mismo sobrevivirá para siempre (…)” (Dan 2,39-45)
Después de Nabucodonosor vinieron los persas, después los griegos con Alejandro, después los romanos, que con el hierro redujeron en pedazos a sus adversarios, antes de que en el siglo I, Israel no se dividiera entre el hierro de Roma y la arcilla de Herodes.
La venida de la humilde Virgen María, abre el reino mesiánico que “jamás será destruido y que subsistirá eternamente” escribe Blaise Pascal considerando la profecía del guijarro que se convirtió en montaña: “Ha sido predicho que Jesucristo sería pequeño en su inicio y que luego crecería”.