6 de mayo – Italia: Nuestra Señora de San Juan (1658) – Icono de la Fuente vivificante e Constantinopla

Venerar a María, es venerar siempre a Jesús

© Shutterstock/Renata Sedmakova
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Todas las gracias de María —su concepción inmaculada, su maternidad virginal, su virginidad perpetua e incluso su gloriosa asunción— subrayan el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios.

Todas las gracias de María, todos sus privilegios, son sólo el marco que resalta la perla: Jesús es Dios. Así que honorar a María es siempre honorar a Jesús.

Para la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, el beato Pío IX escribió:

Como el Hijo único tiene un Padre en el Cielo, a quien los serafines proclaman tres veces santo, era absolutamente apropiado que tuviera en la tierra una Madre en quien el esplendor de su santidad nunca se hubiera desvanecido.

El hombre pecador tartamudea ante tan grande milagro, no sabe qué decir:

¿No se transmite el pecado original, que nos afecta a todos, con la misma naturaleza que recibimos de nuestros padres? ¿No es esta naturaleza caída? ¿Cómo podría María estar exenta de tal herencia?

El Concilio Vaticano II nos ilumina sobre este misterio: María, dice, fue «redimida de modo eminente en consideración a los méritos de su Hijo y, libre de toda mancha de pecado, habiendo sido como plasmada por el Espíritu Santo, [fue] formada como una nueva criatura».

Monseñor Raymond Centène, obispo de Vannes, homilía del 7 de diciembre de 2012

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