Tranquila y sonriente, Kimberley cuenta su historia. Una madre atea, un padre católico no practicante, muy discreto sobre su fe, abuelos musulmanes. Antes de que naciera, decidieron no darle una educación religiosa, dejándola libre para seguir su propio camino una vez que alcanzara la mayoría de edad.
Eso sin contar con los encuentros providenciales que ocurrieron mucho antes de que cumpliera 18 años. “Mis padres me inscribieron en un colegio católico para que tuviera un buen nivel académico”, explica la joven.
La organización familiar permite a Kimberley llegar a la universidad todas las mañanas a las 7:30 a.m. mucho antes del inicio de las clases. «Una mañana, la responsable pastoral me sugirió que fuera a la capilla donde se organizaban momentos de oración. Le dije que no sabía nada al respecto, que ni siquiera sabía si Dios existía. Ella me dijo: “Ven, hace calor en la capilla» Sentí curiosidad y la seguí. El ambiente era muy especial, muy relajante, muy tranquilo. Allí se leían pasajes del Evangelio. La vida de Jesús parecía bastante interesante. Me dejé desafiar y volví allí regularmente».
Una cosa llevó a la otra, Kimberley se inscribió en el catecismo y, en 9º grado, pidió a sus padres permiso para participar en la peregrinación a Lourdes, un paso decisivo en su camino espiritual: «Me impresionó mucho la inmensa fe de los enfermos que rezaban el Rosario continuamente y solo esperaban una cosa: tocar la roca de la gruta. A través de esta fe en María, comprendí que Dios existía».
A su regreso, convencida de que Dios existe, Kimberley pide a sus padres ser bautizada.