El 15 de octubre, la Iglesia recuerda a santa Teresa de Ávila, quien partió al Cielo en 1582. Teresa de Cepeda y Ahumada nació en Ávila, España, en 1515, de padres ilustres tanto por su piedad como por su nobleza. Alimentada en el temor del Señor, proporcionó desde temprana edad un indicador admirable de su futura santidad.
Cuando murió su madre, Teresa le rogó a la Virgen María que actuara como su madre. Ella cumplió el deseo de su corazón. Desde entonces, siempre sintió como su verdadera hija la protección de la Madre de Dios.
A los veinte años ingresó en el monasterio de Santa María del Monte Carmelo. Durante 18 años, bajo el peso de graves enfermedades y pruebas de todo tipo, supera en la fe las batallas de la penitencia.
El celo de su caridad la impulsó a trabajar por la salvación, no solo de ella misma, sino de todos. Fue así como, bajo la inspiración de Dios y con la aprobación del papa Pío IV, se comprometió a devolver la regla del Carmelo a su rigor original, dirigiéndose primero a las mujeres y luego a los hombres.
Se restableció el vínculo tradicional entre la Regla y la Virgen María presentada como modelo a imitar. Por eso Teresa suele llamar a la Regla del Carmelo “Regla de la Virgen” o “Regla de Nuestra Señora del Monte Carmelo”. El proyecto de fundación del Carmelo tiene una clara impronta mariana.
Por eso Teresa de Jesús (Teresa de Ávila), que experimentó tempranamente la poderosa intercesión de María, propone a la Santísima Virgen como Madre y Patrona de la Orden, como modelo de oración y abnegación en el camino de la fe, como ejemplo de mujer entregada en cuerpo y alma a la escucha y contemplación de la Palabra del Señor, siempre dócil a las mociones del Espíritu Santo y asociada al misterio pascual de Cristo a través del amor, el dolor y la alegría.