Pasé casi tres años discerniendo mi vocación en un monasterio benedictino, en Estados Unidos. Ese periodo fue uno de los más bellos de mi vida, pero también uno de los más dolorosos.
En 2002, cuando estaba en mi último año de secundaria, el escándalo de los abusos sexuales por parte del clero estaba en todos los titulares. Seis años más tarde, cuando entré a una abadía benedictina, pensé que el escándalo había pasado. Me equivoqué. Desafortunadamente, muchos hombres habían abrazado la vida religiosa no para buscar al Señor, sino para buscar a otros hombres… En mi primer año, rechacé en dos ocasiones las insinuaciones inapropiadas de un superior.
Gracias a Dios y a Nuestra Señora, fui protegido “físicamente”, pero emocionalmente quedé herido. Después de pedirle a este superior que me dejara en paz, comprendí que debía abandonar el monasterio inmediatamente. Me hubiera ido antes, pero no quería decepcionar a Dios, pues ya había hecho mis primeros votos. Durante casi tres años desde que entré en la abadía, me consumía la ansiedad, principalmente por las pretensiones de este superior.
Finalmente me dije “basta” y llamé a mi hermano para contarle mi situación. Inmediatamente llamó a mi madre y le dijo que viniera a buscarme. Informé a mi superior inmediato y al prior que me iba. Mientras los monjes hacían sus oraciones vespertinas, yo recogí mis pocas pertenencias.
Miré alrededor de mi celda, ahora vacía y, por primera vez en casi tres años, ¡sentí la paz más grande que jamás haya conocido en mi vida! No vi a Nuestra Señora, pero sentí su presencia. Y en mi corazón oí su voz que me decía: “Hijo mío, es hora de partir”. Sí, María estuvo en mi celda de monje el 4 de octubre de 2010 y me acompañó hasta la puerta del monasterio, donde me esperaba mi madre.
Patrick O’Hearn, 5 de enero de 2024.