18 de marzo – Francia, Córcega: Nuestra Señora de Ajaccio

José comprende el silencio de María

© Unsplash/Willizm Gullo
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Una sombra se apoderó de la felicidad de José. A partir de entonces, según él, había perdido a María: él se encontrará solo y ella también estará sola para siempre. Todo esto es tan inesperado, tan misterioso y tan increíble, que José no sabe qué hacer. Pero es allí donde su santidad y sabiduría espiritual aparecen a plena luz. Es allí donde reacciona como hombre justo, plenamente conforme con la voluntad de Dios.

Esta grandeza de alma de José tiene sus raíces en Dios y Dios sale al encuentro de su siervo: le revela su plan. A partir de entonces todo se aclara: José comprende el silencio de María, capta con una única intuición de fe lo que Dios espera de Ella y lo que Dios espera de él. Dios, una vez más, los reúne para introducirlos a ambos en el centro de la historia de la salvación.

Ella le dará al Mesías su carne y sus rasgos; él, hijo de David y carpintero, estará allí para darle legalmente un nombre en el linaje real de David.

Máximo respeto por las personas, dócil acogida de las iniciativas de Dios: tales fueron las reacciones de José ante el misterio de la maternidad de María. Y así es como nosotros, a nuestra vez, debemos abordar el misterio de la acción de Dios en nosotros, en los demás y en el mundo. Precisamente esa es la actitud que debemos tener, en la fe, ante la venida del Hijo de Dios.

La maternidad de María estuvo desde el principio rodeada de silencio, como todas las grandes obras de Dios, y ese silencio que vela la encarnación de Jesús nadie podrá jamás romperlo. Debemos, como José, entrar en él mediante el sí de la adoración.

La maternidad de María no tiene otra explicación que el amor de Dios por el mundo y la elección —infinitamente libre— que hizo de una mujer para asociarla íntimamente a su trabajo de re-creación. Y puesto que es Dios mismo quien ha hecho esta elección, puesto que es Él quien ha amado, querido y preparado a María, no temamos acogerla en nuestra casa, hacerle un lugar en nuestra memoria, en nuestra oración y en nuestro corazón; sí, en nuestro corazón, porque todo lo que nos llegue a través de Ella llevará la marca del Espíritu Santo.

Jean Lévéque, carmelita de la provincia de París.

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