Dios te salve, María. Tú, cuya respuesta el Todopoderoso aguardaba, mientras todos permanecíamos en las sombras esperando. Dios no impuso nada a tu libertad. Viste lo que significaba y creíste que había llegado la plenitud de los tiempos, cuando Dios enviaría a su Hijo. Te despojaste de ti misma, te pusiste al servicio del Señor. (...)
Santa Madre de Dios, al principio fuiste la única que llevó este secreto inefable, luego José tuvo acceso a él. ¿Quién podría haber entrado en el plan del Salvador mejor que tú? Clara e inquebrantable, avanzas por el camino que se te ofrece. Treinta años y más guardarás en el silencio de tu corazón todo lo que te ha sido revelado. Velarás por el Hijo, un Niño que se acerca a la edad adulta. Lo seguirás hasta Jerusalén, donde será exaltado en la cruz, estando tú a su lado. Entonces creerás, sola, hasta que el Señor se muestre a los demás. Estarás segura de su resurrección de entre los muertos y, en medio de los Apóstoles, esperarás la venida del Espíritu prometido.
Santa Madre de Dios, conserva entre nosotros el lugar que tuviste en la Iglesia naciente. Oh, Madre del Resucitado, como apóstoles recordamos tu relación única con Él, vemos en ti el primer eslabón de nuestro testimonio, modelo de una fe bien fundada e inquebrantable. Oh, Madre del Salvador y de todos los salvados, que tu presencia nos estimule y nos enseñe a dejarnos invadir y absorber por la gracia de nuestra vocación. Que tu oración anime y envuelva la nuestra. Haznos atentos y dóciles al soplo del Espíritu que ora en nosotros..
L. M. Dewailly, O.P., con unos amigos protestantes en Le livre d'heures de Marie (“El libro de las horas de María”). Textos reunidos por Alphonse Bossard, S.M.M. Desclée de Brouwer, 1981, págs. 121-123.