Mt 2, 13-15: «He aquí que el ángel del Señor se apareció a José en sueños y le dijo: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto. Y quédate ahí hasta que te lo diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». Se levantó, tomó consigo al niño y a su madre esa noche y se retiró a Egipto».
Pensemos cuánto sufrió la Virgen María cuando José le dijo que debían tomar inmediatamente al Niño y refugiarse en Egipto, como acababa de revelarle el ángel en sueños para que el rey Herodes no lo matara.
Veamos a María, buscando qué llevar y qué dejar, y ella sin dudar toma al Niño Jesús y lo abandona todo para huir con José.
Como era invierno, fue necesario soportar el frío, la lluvia, el viento, por caminos empinados y fangosos. María, que entonces tenía 15 años, era una virgen delicada, nada acostumbrada a semejantes fatigas. La Sagrada Familia no tenía nadie que les sirviera. Sufrió mucho mientras huía. Mientras el Niño temblaba en la noche, los padres estaban vencidos por el cansancio, agotados por el hambre y la huida, y preocupados por el viaje a un país desconocido, sin saber quién los acogería.
En esta huida solo pensaban en salvar al Niño Jesús. ¡Qué angustia vivieron al ver a su Hijo, el Hijo de Dios, a quien tanto amaban, perseguido por enemigos tan crueles! Además, ¿a quién había agraviado este recién nacido?, ¿cuál era su delito?
Este dolor de la Madre Dolorosa es el dolor de la muerte del inocente, el dolor de la injusticia, el dolor de verse involucrados en la injusticia —ya que el detonante de la furia del tirano fue el nacimiento de Jesús—, el dolor de verse impotentes y tener que huir para proteger a Jesús.