La devoción del Padre Pío a la Santísima Virgen, como la que recomienda a sus penitentes y a las personas bajo su dirección, es muy sencilla. Dicha devoción, más allá de las fiestas litúrgicas en su honor que celebra con fervor, se expresa principalmente en el Rosario. Lo dice continuamente, evocando, meditando y rezando con María —eso es el Rosario— cada uno de los misterios de Jesús.
Sus compañeros también lo vieron en la sacristía meditando y rezando al pie de un cuadro que representaba a la Virgen de los Dolores.
En una carta de 1912 escribe: “¡Cuántas veces he confiado a esta Madre la angustia atormentada de mi corazón agitado! ¡Y cuántas veces me ha consolado! En tiempos difíciles, me parece que ya no tengo una madre en la tierra, sino una, llena de piedad, en el Cielo... ¡Pobrecita madre, cómo me quiere! Lo volví a sentir a principios de este mes (de mayo). ¡Con qué amor me acompañó por el pasillo esta mañana! (...). Me gustaría tener una voz más fuerte para invitar a los pecadores de todo el mundo a ir hacia Nuestra Señora».
Y escribe de nuevo: “Me siento arder sin fuego. Me siento atado al Hijo por medio de esta Madre, sin siquiera ver las cadenas que me atan con tanta fuerza”. El Padre Pío ve en esta Madre a la que conduce a Jesús y que, por su poderosa intercesión, obtiene de Él innumerables gracias.
En una carta de 1915 decía: “Esforcémonos, como otras almas elegidas, por estar siempre detrás de esta Santísima Madre, para caminar siempre a su lado, porque no hay otro camino que lleve a la vida, sino el que tomó nuestra Madre: no rechacemos este camino, nosotros que queremos llegar hasta el final”.
Adaptado de : Enciclopedia Mariana