Santa Isabel, religiosa benedictina del monasterio de Schoenau (Alemania), recibió de la Virgen la siguiente revelación. El relato es de san Buenaventura:
«Cuando mi padre y mi madre me dejaron en el Templo, formulé en mi corazón la resolución de tomar a Dios como mi padre y a menudo me preguntaba qué podía hacer para complacerlo. Además, hice voto de guardar mi virginidad, de no poseer nada en la tierra y puse toda mi voluntad en manos de Dios».
Su madre santa Ana, por su parte, dice: «De todos los preceptos divinos, el que tenía constantemente ante mis ojos era el del amor: “amarás al Señor tu Dios”. Iba a la medianoche al altar del Templo para pedir la gracia de cumplir los preceptos de la Ley. Luego, suspirando después del nacimiento de la Madre del Redentor, rogué a Dios que me conservara mis ojos para poder verla, mi lengua para poder alabarla, mis manos y mis pies para poder servirla, y mis rodillas para poder adorar en su seno al Hijo único de Dios».
Y cuando la religiosa le dijo a la Virgen: «Pero, mi Soberana, ¿no estabas llena de gracia y de virtud?», esta le respondió: “Debes saber que me consideraba la creatura más vil y más indigna de la gracia divina, por eso nunca dejé de pedir virtudes y gracia”.
De Ligorio, San Alfonso María (1997). Las glorias de María, pág. 254: Ediciones San Pablo.