11 marzo – Italia: Madonna Milagrosa (1855) – Palestina: san Sofronio, patriarca de Jerusalén

Porque tenía que dar a luz, María no podía permanecer en la sala común del albergue

© Pascal3012, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons.
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Cuando la Virgen María estaba casi al final de su embarazo, el emperador Augusto ordena un gran censo que obliga a todos a ir a su ciudad de origen. José y María van pues a Belén, cuna de la familia de José (cf. Lucas, 2, 1-7):

Si María no hubiera estado embarazada, después de haber recorrido los cien kilómetros que separan a Nazaret de Belén, la pareja ciertamente habría podido permanecer en la sala común, como los demás. No fueron rechazados por ser marginados, sin dinero o forasteros, sino que, como María estaba a punto de dar a luz, simplemente no había una habitación adecuada para hacerlo serenamente con privacidad y porque las prescripciones de la época imponían dar privacidad a cualquier mujer que fuese a dar a luz(1).

Se le ofreció entonces este humilde lugar, en el que a veces se alojaban los animales. Jesús fue colocado en un pesebre que servía para animales, lo que nos hace repetir aquí las palabras de san Elredo de Rieval († 1167), basadas en una reflexión de Beda el Venerable:

“Belén, la casa del pan, es la Santa Iglesia, donde se distribuye el cuerpo de Cristo, el verdadero pan. El pesebre de Belén, en la Iglesia, es el altar. Aquí es donde se alimentan los familiares de Cristo. Sobre esta mesa está escrito: “Tú me preparas la mesa” (cf. Sal 22, 5). En este pesebre está Jesús envuelto en pañales. Este envolver en pañales es el aspecto externo de los sacramentos. En este pesebre, bajo las apariencias de pan y vino, está el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo.

Allí vemos que está Cristo en persona, pero envuelto en pañales, es decir, presente de forma invisible bajo los sacramentos. No tenemos señal tan grande y evidente del nacimiento de Cristo como el alimento diario de su Cuerpo y Sangre en el santo altar y el hecho de que a él, que nació para nosotros de una virgen una sola vez, lo vemos inmolarse todos los días por nosotros».

Tudwal Ar Gov

(1) En el judaísmo antiguo, una mujer que daba a luz a un varón era considerada "en estado de purificación" durante 40 días. Esto significa que durante los primeros siete días se le consideraba impura. El octavo día se realizaba la circuncisión del niño. Luego, durante 33 días, la madre no podía ir al Templo. Al final de este tiempo de purificación, ofrecía como sacrificio expiatorio un cordero y una paloma si era rica, y dos palomas si era pobre (cf. Levítico 12, 1-8). El rito de acción de gracias por un nacimiento o relevailles en francés, practicado hasta hace no mucho tiempo tenía sus raíces en esta tradición.

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