Como nos enseñan los Padres de la Iglesia, las tentaciones forman parte del “descenso” de Jesús a nuestra condición humana, al abismo del pecado y sus consecuencias. Un “descenso” que Jesús recorrió hasta el final, en la muerte en cruz y en el descenso a los infiernos, esto es, el supremo alejamiento de Dios.
De este modo, Él es la mano que Dios extendió al hombre, a la oveja descarriada para salvarla. Como enseña san Agustín, Jesús tomó nuestras tentaciones para darnos su victoria. Por tanto, no tengamos miedo de que también nosotros enfrentemos la lucha contra el espíritu del mal: lo importante es que lo hagamos con Él, con Cristo, el vencedor.
Y para permanecer con Él, dirijámonos a su Madre, María. Invoquémosla con confianza filial en los momentos de prueba y Ella nos hará sentir la presencia poderosa de su divino Hijo, para rechazar las tentaciones con la palabra de Cristo y así volver a poner a Dios en el centro de nuestra vida.
Papa Benedicto XVI, extracto del Ángelus del 17 de febrero de 2013.