Jesús nos anima a permanecer fieles a él hasta el final. Esperemos a encontrarlo con perseverancia, aguantemos. Él transformará nuestras dificultades, nuestros miedos y angustias, incluso los de la muerte, en una resurrección gloriosa.
Santos que son ejemplo de perseverancia y testigos de verdadera espera hay muchos. Elijo dos: san Juan, el precursor, y la Virgen María, porque son las dos columnas del portal por donde pasó Jesús para entrar en nuestra historia. Ambos no esperaban algo, sino a alguien. No buscaban discernir hechos más o menos apocalípticos para decidir qué hacer en un futuro más o menos próximo: esperaban nada menos que a Dios. (…)
La Virgen María estaba esperando a Dios. Ella sabe lo que le dijo el ángel: "El Santo que llevas, se llamará Hijo del Altísimo; y su reino no tendrá fin" (Lc 1, 31ss). Pero su espera no es como la de Juan Bautista que esperaba lo "inimaginable", que avanzaba con fuego, hacha y pala para limpiar. Ella estaba esperando a un niño. Pero, para una madre, ¿un hijo que es Dios no es algo inimaginable? ¿No vendrá este niño «a prenderle fuego a la Tierra"? ¿Y no traspasará una espada el corazón de la madre?
Pero la Virgen María esperó con perseverancia, lo acogió en sí misma y entregó a la humanidad —a cada uno de nosotros— a alguien «manso y humilde de Corazón», que «hará oír su voz en las plazas públicas y no apagará la llama que se debilita» (Mt 11, 29; 12, 19 y siguientes). María también perseveró en su caminar junto a Cristo, desde Nazaret donde lo concibió por obra del Espíritu Santo, hasta Jerusalén donde Jesús envió al Espíritu y recreó el mundo.
Nuestra Madre celestial es, por tanto, para nosotros, un modelo de excelencia que nos muestra cómo podemos y debemos dar testimonio. El fin de los tiempos y las terribles señales que lo indican nos aterrorizan (…). ¿Qué hacer? "Conviértanse y hagan penitencia", nos dice Juan el Bautista. "Llevar a Cristo en nosotros para darlo a los demás", nos dice la Madre de Dios. Tenemos que ir del "yo" al "tú", a Dios.