José hizo frecuentes paradas al final del viaje, porque la Santísima Virgen estaba cada vez más cansada. A siete leguas de Belén, María y José pidieron hospitalidad a un pastor, quien les mostró gran benevolencia. Ordenó que los llevaran a una habitación cómoda y que cuidaran de su burro.
Un criado lavó los pies de José y le puso otra ropa mientras le limpiaba la suya, que estaba llena de polvo. Una mujer prestó los mismos servicios a la Santísima Virgen. Después de comer, descansaron.
La dueña de la casa permaneció caprichosamente retraída. (…) Había visto con ojos celosos la belleza de la Santísima Virgen. Temiendo que María pidiera quedarse en su casa para dar a luz, no se presentó y contribuyó así, con su rudeza, a que la Sagrada Familia se marchara al día siguiente.
Fue la mujer ciega y encorvada que Jesús encontró, treinta años después, en esta misma casa, y a la que curó, después de haberla exhortado a ser menos vanidosa y más hospitalaria.
Ana Catalina Emmerich: Las visiones, tomo 1, cap. VII, pág. 113, Pierre Téqui editor.