San Juan de la Cruz (1542-1591), a quien festejamos el 14 de diciembre, fue un gran místico y defensor de la reforma del Carmelo. Por este motivo, los Carmelitas Calzados, opositores a la reforma, lo hicieron secuestrar para obligarlo a renunciar a su posición. Después de meses de maltrato y tormento, una aliada de envergadura llega a anunciarle su liberación…
Toledo, 15 de agosto de 1578. Juan de la Cruz lleva casi nueve meses encerrado en un rincón de la estrecha celda que le sirve de prisión en el convento de las Carmelitas Calzadas. Para la festividad de Nuestra Señora, el cautivo había pedido permiso de celebrar Misa. Su captor se rio en su cara antes de declarar que no celebraría ninguna Misa hasta que renunciara a la reforma. A partir de entonces, comienzan sus sufrimientos.
Juan llora en silencio hasta el anochecer; entonces, una brillante luz blanca le hace alzar la cabeza y abrir los ojos, atónito. Ante él ve a una joven de impresionante belleza. Juan inmediatamente sabe quién es, pero está demasiado débil para levantarse.
“Ten paciencia, hijo mío”, le dice la Santísima Virgen, “porque tus pruebas pronto terminarán. Saldrás de la cárcel, dirás Misa y serás consolado”. “Madre de Dios —respondió entre lágrimas—, ¿cómo es posible? ¡Ni siquiera sé dónde estoy!”.
La Virgen sonríe y extiende la mano para tocarle la frente. Una suave calidez emana de Ella y una visión aparece en la mente de Juan: primero, una habitación; luego, un pasillo; después, la ventana de una muralla a cuyo pie, diez metros más abajo, corre el río Tajo. “Este es el camino que seguirás —continúa la Virgen—. No temas, yo estaré contigo”. “Reina del cielo —dice él entonces—, no tengo llave para salir de mi prisión”.
Luego María le muestra la cerradura, antes de coger uno de los clavos y desenroscarlo sin mucha dificultad. De hecho, no hace falta una llave, ya que el hierro del candado parece ceder. Uno o dos días bastarán para que ceda totalmente. El corazón de Juan comienza a acelerarse. Va a ser libre y es la Madre de Cristo quien viene a anunciárselo. “Dulce María —vuelve a preguntar—, perdona a tu siervo otra vez, pero estoy tan débil que apenas puedo mantenerme en pie. Y nunca me dejan solo». “Tendrás la fuerza —le promete— y el sueño de tus carceleros estará de tu parte”.
Ante la palabra de la Santa Madre, el pecho de Juan se llena de confianza y alegría. ¿Quién puede no creer una promesa que proviene de la boca de la Madre de Dios? Sintiendo que un extraño vigor lo invade, se arrodilla y se inclina ante su divina aliada. Cuando levanta la mirada, solo él queda en el calabozo. La noche del 17 al 18 de agosto todo sucedió tal como la Santísima Virgen lo había predicho.
Su terrible cautiverio alimentó escritos místicos y espirituales cristianos que se encuentran entre los más bellos de la espiritualidad católica.
Adaptado de: www.aleteia.org