«Dios, desde el principio y antes de los tiempos, eligió y preparó una Madre para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese en la dichosa plenitud de los tiempos y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola Ella se complació con señaladísima benevolencia.
Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios. (…).
Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue en el primer momento de su concepción, por gracia y favor muy particular de Dios Todopoderoso, en vista de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, preservada intacta de toda mancha del pecado original, es una doctrina revelada de Dios y, por tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles».
Pío IX: Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854.