Cuando era pequeña, la Virgen María esperó en medio de su pueblo Israel la venida del Mesías, que no fue anunciado solo por un profeta, sino por una larga serie de hombres, que fueron prediciendo y completando, poco a poco, sus predicciones, durante siglos.
Ella esperó en medio de un pequeño pueblo, sacudido por la historia, que sobrevivió a todos los enfrentamientos con los imperios vecinos y que, en última instancia, será en el futuro el único pueblo que resista la disolución del mundo antiguo, manteniendo intacta su herencia de identidad y su identidad, y conservando siempre la certeza inquebrantable de ser instrumento de un destino eterno, que afectaba a todo el mundo.
Todos buscaban en la Escritura el momento de la venida del Mesías anunciada precisa, pero misteriosamente, por los profetas. Y la expectativa del cumplimiento de los tiempos se había vuelto tan fuerte y precisa en este período particular de la historia, que había más de 100 candidatos a Mesías enumerados por los historiadores.
“Como el pueblo estaba expectante” (Lc 3, 15) cuando apareció Juan Bautista, todos le preguntaron: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Lc 7, 19). Se trataba de una situación absolutamente única y este aspecto característico del cristianismo en sí mismo, es suficiente —es la opinión de muchos especialistas— para situarlo enteramente aparte en la historia religiosa del mundo.
Según: Messori, Vittorio (1978). Hypothèses sur Jésus (“Hipótesis sobre Jesús”), págs. 47-59: Editions Mame.