«Participé en la peregrinación a Medjugorje, en Bosnia-Herzegovina, tras la invitación de uno de mis hermanos que es muy religioso. Había sido educado en la religión católica por mi madre que tiene una gran fe, me había apartado completamente de ella en la adolescencia, tenía serias dudas sobre la existencia misma de personajes como María o Jesús, Hijo de Dios, historias que parecían dignas de cuentos para niños.
Cuando mi hermano finalmente desistió, fui entonces por curiosidad… Pero desde el principio, cuando me subí al autobús en París, rápidamente sentí una alegría: nos hicieron un breve cuestionario anónimo para saber dónde estábamos en nuestra fe. El grupo era bastante heterogéneo y se nos invitó a no ponernos una máscara y a ser sinceros unos con otros, lo que fomentó el respeto mutuo y la cordialidad.
La noche de mi llegada a Medjugorje, sin poder conciliar el sueño y dando vueltas en la cama, tuve la tentación de dar un paseo por el pueblo donde había visto algunos bares, solo para ir como acostumbraba a tomar unas cervezas y más si se presentaba la ocasión. Recapacité, sintiendo que podría estar perdiéndome de algo importante. Oré por una estancia sobria, la cual de hecho, ¡fue respondida! Así que me contentaba con un vaso de agua o un zumo de naranja, que para los que me conocen, ¡ya era como un milagro!
Redescubrí la Misa y la Comunión después de confesarme —tenía más de 20 años alejado del sacramento— y me encontré yendo a todos los servicios con entusiasmo, estando siempre atento a todo lo que sucedía. Fue como si, a través de las homilías de los sacerdotes o de una palabra casual de un miembro del grupo, encontrara una respuesta precisa a mis preguntas.
También me llamó la atención la gran libertad de espíritu de la gente del grupo y de los sacerdotes que nos acompañaban. Nunca me sentí forzado en mi acercamiento y eso hizo que quisiera saber más de la Iglesia para que me ayudara a hacer crecer la fe sembrada durante esta estancia tan corta».
Testimonio de Yoann: clubmedj