30 de noviembre – San Andrés, apóstol

Velemos a nuestros difuntos con María

Hoy termina el mes dedicado a nuestros difuntos. Parece que el significado de la oración por los muertos se ha perdido un poco en nuestro tiempo. Sin embargo, es importante recordarlo. Es lamentable que en nuestra sociedad materialista la muerte ya no se considere un acontecimiento litúrgico, sino simplemente un asunto clínico, encomendado a unos pocos especialistas y oculto a la mayoría.

Ya no velamos a los difuntos. Nos apresuramos a asegurar que están en el Paraíso para no tener que rezar. Podemos decir que nuestra sociedad ha olvidado por completo lo que transmitía una sabiduría secular y universal: el ars moriendi (el arte de morir).

Al pie de la cruz estaba María, Nuestra Señora de la Compasión. Por eso tenemos la esperanza de que Ella nos asista en la hora de nuestra muerte, como lo hizo con su Hijo Jesús, “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29). La pasión del Hijo de Dios en el Calvario, ¿no es lo que Jesús en el evangelio de Juan llama precisamente: la hora, la hora de su muerte, su hora?

La hora de la pasión de Jesús es también la hora de la compasión de Nuestra Señora. ¡Oremos, pues, por nuestra hora, para que sea también la hora de María, consoladora de los afligidos! La experiencia común muestra que muchos moribundos recurren espontáneamente a su madre. El grito "mamá" brota de todos los labios dolientes y angustiados. La necesidad de ternura materna en estos momentos desgarradores está profundamente arraigada en la naturaleza humana.

La invocación de María en la hora de la muerte aparece así como una de las manifestaciones más conmovedoras de la piedad cristiana. En su gran sabiduría, la Iglesia, experta en humanidad, ofrece a sus fieles palabras de gran confianza para la hora decisiva. Pero no es como una regresión nostálgica a una edad infantil que rezamos a Nuestra Señora. Al contrario, es como una proyección hacia un futuro donde sabemos que nuestra Madre nos precede y nos espera. (...)

Nos precede, nos espera, nos acogerá, esperamos. Por eso la liturgia de la Iglesia la llama "Puerta del cielo siempre abierta" y nos pide que miremos la estrella para llegar al puerto de toda bienaventuranza.

 

Adaptado de un extracto del libro del P. Guillaume de Menthière, Je vous salue Marie (“Dios te salve, María”, París 2000.

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