Nuestra Señora de las Lágrimas en Siracusa, Sicilia, es el santuario más nuevo de Sicilia, pero también uno de los más frecuentados, adonde la gente llega de todo el mundo.
Un bajorrelieve de yeso pintado de la Virgen María y su Inmaculado Corazón coronado de espinas e inflamado —como en Fátima—, que se encontraba en una casa humilde, en la cabecera del lecho del matrimonio Lannuso, derramó lágrimas del 29 de agosto al 1 de septiembre de 1953. El episcopado de Sicilia realizó una investigación que reconoció el origen sobrenatural del fenómeno y promovió el culto. Se emprendió entonces la construcción de un gran santuario.
En una homilía en la dedicación del santuario, el papa Juan Pablo II explica:
«Las lágrimas de María se dan en las apariciones con las que María acompaña a la Iglesia en su camino por el mundo. Vemos a María llorando en las apariciones donde nos muestra que camina con la Iglesia, por todo el mundo. María llora en La Salette, a mediados del siglo pasado, antes de las apariciones de Lourdes, en un momento en que la cristiandad en Francia se enfrentaba a una creciente hostilidad.
Ella llora aquí de nuevo, en Siracusa, al final de la Segunda Guerra Mundial. Es posible comprender estas lágrimas en el contexto de aquellos trágicos acontecimientos: la inmensa carnicería provocada por el conflicto, el exterminio de los hijos e hijas de Israel y la amenaza a Europa del Este por parte del comunismo abiertamente ateo.
Las lágrimas de María son signos: dan testimonio de la presencia de la Madre en la Iglesia y en el mundo. Una madre llora cuando ve a sus hijos amenazados por el mal, ya sea este espiritual o físico.
Conviene recordar las lágrimas de Pedro […] cuando, en la casa del sumo sacerdote, al canto del gallo, Jesús lo miró y este se acordó de las palabras que el Señor le había dicho y entonces “saliendo fuera, rompió a llorar amargamente" (Lc 22,62). Lágrimas de dolor, lágrimas de conversión. Y después de la Resurrección, Pedro pudo decir a Cristo: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero” (Jn 21,17)» (homilía de Juan Pablo II, 6 de noviembre de 1994).
Enciclopedia mariana