Una sombra se había filtrado en la felicidad de José. En adelante, María parecía perdida para él: se encontrará solo y ella también estará sola para siempre. Todo esto es tan inesperado, tan misterioso y tan increíble, que José ya no sabe qué hacer; pero entonces es cuando su santidad y sabiduría espiritual salen a la luz.
Reacciona como un hombre justo, plenamente conforme con la voluntad de Dios. Ante la incertidumbre, su primera reacción es no hacer nada. Es la solución más respetuosa de la persona de María. Es el reflejo de un hombre bueno, con un gran corazón.
Respeta mucho a María como para llevarla a la reprobación de todo el pueblo y respeta mucho la ley de Dios como para fundar un hogar sobre bases tan inciertas. Por tanto, va simplemente, pero con el corazón apesadumbrado, a restaurar la libertad de María.
Esta grandeza de alma de José está enraizada en Dios y Dios sale al encuentro de su siervo: le revela su proyecto. A partir de ahí todo se aclara: José comprende el silencio de María, capta con una sola intuición de fe lo que Dios espera de ella y lo que Dios espera de él. Dios, una vez más, los reúne para ponerlos a ambos en el centro de la historia de la salvación. Ella dará al Mesías su carne y sus rasgos; él, hijo de David y carpintero, estará allí para darle un nombre legal en la línea real de David.
Máximo respeto por las personas, dócil acogida de las iniciativas de Dios: estas fueron las reacciones de José ante el misterio de la maternidad de María. Y es así como nosotros, a nuestra vez, debemos acercarnos al misterio de la acción de Dios en nosotros, en los demás y en el mundo. Así debemos situarnos en la fe, ante la venida del Hijo de Dios. La maternidad de María ha estado desde el principio rodeada de silencio, como todas las grandes obras de Dios, y este silencio que vela la encarnación de Jesús, nadie podrá jamás penetrarlo. Debemos, como José, entrar en él por el sí de la adoración.
La maternidad de María no tiene otra explicación que el amor de Dios por el mundo y la elección infinitamente libre que él hizo de una mujer para asociarla íntimamente a su obra de re-creación. Y puesto que es Dios mismo quien ha hecho esta elección, puesto que es él quien amó, quiso y preparó a María, no tengamos miedo de acogerla en nuestra casa, de darle un lugar en nuestra memoria, en nuestra oración y en nuestros corazones. Sí, en nuestros corazones, porque todo lo que nos llega por medio de ella llevará la marca del Espíritu Santo.
Padre Jean Lévêque, carmelita de la Provincia de París.