Como Dios, la amaba como a la más pura y perfecta de las criaturas; la preservó de todos los pecados y la adornó con todas las gracias y todas las virtudes.
Como hombre, la amaba como el niño más respetuoso, dócil, sumiso, cariñoso, el más afectuoso. Qué favores, qué santidad tuvo que comunicar el Corazón del Hijo al Corazón de la Madre, durante los nueve meses que descansó en su seno virginal como en una cuna y durante los treinta años de vida íntima que pasó con ella en Nazaret !
En el transcurso de su vida pública, fue a menudo por la oración de su Madre que Jesús realizó sus milagros, tal como en Caná de Galilea, hasta el punto de que las mujeres de Israel, sin duda celosas de tan grande gloria, exclamaban: “¡Bendita sea la que te alimentó!"
En el Cielo quiere que su Madre sea la dispensadora de sus tesoros, el canal por donde sus gracias descienden a la Tierra. Se deleita en contestar las oraciones que le son dirigidas y en confirmar con prodigios la confianza que sus siervos le muestran. Quiere que su Iglesia le tenga el más profundo respeto, el más tierno amor, la más completa confianza. Le encanta ver su nombre siempre unido al suyo y cuando un templo se eleva a su gloria, es necesario para que plazca que sus bóvedas cobijen el humilde altar de María. Por último, quiere que donde se adore al Hijo se honre también a la Madre: Invenerunt puerum cum Maria Matre ejus.
Si queremos agradar a Jesús, amar, respetar a María. Amémosla como los niños bien nacidos aman a su madre; ella tiene para nosotros la ternura, la devoción. Su Corazón, como el de su Hijo, es un abismo de amor y de misericordia.
No separemos, pues, nunca, en nuestra devoción, el Corazón de María del de Jesús. Honrémoslos, amemos a ambos con toda la efusión de nuestra alma. Estuvieron siempre muy unidos, no los separemos en nuestro cariño.
Adaptado de: etoilenotredame.org