El Concilio de Éfeso, en el 431, declaró a la Virgen como Teotokos (Madre de Dios). El Concilio de Calcedonia, en el 451, profesó a un mismo Cristo, único Hijo y Señor, en dos naturalezas, sin confusión ni mutación, sin división o separación entre estas dos naturalezas. Da así a la doctrina mariana del Concilio de Éfeso su forma dogmática: el Hijo "que antes de los siglos es engendrado por el Padre según la divinidad, en los últimos días, el mismo, por nosotros y por nuestra salvación, es engendrado por María Virgen Madre de Dios, según la humanidad”.
Quince siglos después, el Concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen gentium(1), el más importante de sus documentos, habla de la maternidad de María, retomando la doctrina de los primeros concilios, pero amplía la perspectiva explicando que María, durante toda su vida, juega un papel preciso en el misterio de Cristo y está cada vez más unida a Cristo Salvador, a través de una unión consciente y libre. Su maternidad es la más alta dignidad, pero también el mayor servicio.
La intención general del Concilio era definir el papel de la Iglesia y, en este contexto, María es modelo para Iglesia, en cuanto Madre y Virgen: la Iglesia, en efecto, da a luz a Cristo en las almas y la maternidad de la Iglesia también se da en la virginidad espiritual, por medio del Espíritu Santo.
Así, el misterio de María, Madre de Dios, está ligado también a los misterios de María y el Espíritu Santo, María y la Iglesia, y María como nuestra Madre en el orden de la gracia.
(1) Lumen gentium, capítulo 8: “La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.
Françoise Breynaert
Enciclopedia Mariana