“Señora Santísima, Madre de Dios, la única purísima de alma y cuerpo, la única más allá de toda pureza, de toda castidad, de toda virginidad; la única morada de la gracia del Espíritu Santo; superando así incomparablemente incluso a los poderes espirituales en pureza y en santidad de alma y cuerpo. Pon tus ojos sobre mí, culpable, impuro, manchado en mi alma y en mi cuerpo con los defectos de mi vida apasionada y voluptuosa.
Purifica mi mente de sus pasiones; santifica, endereza mis pensamientos errantes y ciegos; regula y dirige mis sentidos; líbrame de la tiranía detestable e infame de las inclinaciones y pasiones impuras; destierra en mí el imperio del pecado, dad sabiduría y discernimiento a mi espíritu entenebrecido y miserable, para la corrección de mis faltas y mis caídas, para que, librado de las tinieblas del pecado, sea hallado digno de glorificarte, de alabarte libremente, única verdadera Madre de la verdadera luz, Cristo nuestro Dios”.
San Efrén el Siriaco o Efrén de Nisibe. Nació hacia el 306 en Nisibe y murió en el 373, en Edesa. Fue un diácono de lengua siriaca y un teólogo del siglo IV en la región de Asiria.
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