En Cotignac (Provenza, Francia), el 7 de junio de 1660, el día promete ser caluroso y un pastor provenzal de 22 años, Gaspar Ricard, conduce su rebaño por la ladera oriental de Bessillon. Hacia la 1:00 de la tarde el calor es intenso. Sediento, se acuesta en el suelo rocoso cuando, de pronto, un hombre de imponente estatura se detiene cerca de él y señala una roca, diciéndole: “Iéu siéu Joùsè; enlevo-lou e béuras”, es decir, “Yo soy José; mueve la roca y beberás”. La piedra es pesada, ocho hombres apenas habrían podido moverla, ¿cómo iba a moverla Gaspar? Pero el venerable anciano, como dicen los relatos de la época, reiteró su orden.
El pastor obedece, mueve la roca y ve cómo el agua fresca comienza a fluir. Inmediatamente bebe con avidez. Cuando se levanta, la aparición se ha desvanecido. Sin más va a llevar la noticia al pueblo y llegan los curiosos. Tres horas después del hecho, en un lugar en el que todos saben que no hay un solo manantial, brota agua abundante. Los hechos están debidamente verificados por abundantes fuentes, las cuales se conservan en los archivos locales.
"Eso es todo. Nada podría ser más simple, nada más pobre que esta aparición…, como el Evangelio”, comenta Mons. Gilles Barthe, exobispo de la diócesis de Fréjus-Toulon, en su carta pastoral del 14 de febrero de 1971. El agua es un signo esencial para nuestra fe, pues simboliza nuestra regeneración y la vida nueva que brota para nosotros de la Pascua de Cristo. Aquí se destaca el poderoso papel intercesor de san José, de san José unido a la Virgen María en el designio eterno de la Divina Providencia, a quien Dios quiere ver asociado a su esposa en la oración y en el corazón de los cristianos, especialmente en la vida de las familias.
Equipo de redacción de Marie de Nazareth