Cuando Jesús comenzó su predicación, su Madre se hizo a un lado. No se entrometió en su trabajo y, aun cuando él volvió al Cielo, no fue a predicar ni a enseñar. No se sentó con los apóstoles, no tomó parte en el ministerio de los sacerdotes. Se limitó a buscar humildemente a su Hijo en la Misa diaria de los Apóstoles, quienes, aunque sus ministros en el Cielo, eran sus superiores en la Iglesia en la tierra.
Después de su muerte y la de los Apóstoles, cuando se convirtió en Reina y tomó su lugar a la diestra de su Hijo, ni siquiera entonces se dirigió al pueblo fiel para publicar su nombre hasta los confines del mundo ni para para exponerlo a sus ojos. Esperó tranquilamente el tiempo en que su gloria pudiera contribuir a la de su Hijo. Jesucristo había sido proclamado desde el principio por la santa Iglesia e inaugurado en su templo, porque él era Dios; (…) pero con María era diferente. La cualidad de criatura, madre, mujer, le impuso el deber de ceder el paso a su Hijo, de hacerse su sierva y abrirse paso en el corazón de los hombres solo a través de la persuasión y la dulzura.
Cuando el nombre de Jesús fue deshonrado, María sintió revivir su celo. Cuando el Emmanuel fue negado, la Madre de Dios entró en escena, lo abrazó y se dejó honrar para consolidar el trono de su Hijo. Cuando ella hubo cumplido esta sagrada tarea, su papel estaba terminado porque ella no estaba luchando para sí misma. La historia de su manifestación no presenta animadas controversias ni confesores perseguidos, ni heresiarcas ni anatemas. Así como ella había crecido día a día en gracia y mérito, desconocida para el mundo, ella se elevó gradualmente dentro de la Iglesia por una influencia pacífica y un progreso natural (…).
La colocaron en el baluarte sin la ayuda de los brazos de los fieles. Obtuvo una victoria modesta y ejerció una amable autoridad que alcanzó sin buscarla.
Cuando surgieron disputas entre sus hijos con respecto a su poder, ella los apaciguó; cuando se hicieron objeciones a su culto, esperó pacientemente el día en que sus derechos ya no serían cuestionados. Sí, ella ha esperado hasta que finalmente recibirá, en nuestro tiempo, si Dios lo permite, y sin ninguna oposición, su corona más luminosa y será reconocida, en medio del júbilo de toda la Iglesia, la pureza inmaculada de su concepción.
San John Henry Newman (1801-1890). Canonizado el 13 de octubre de 2019 por el papa Francisco.
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