El resorte principal de todo el ministerio apostólico de san Luis María Grignion de Montfort, su gran secreto para atraer a las almas y entregarlas a Jesús, fue la devoción a María. En ella basa toda su acción, en ella reside toda su confianza y no pudo encontrar en su tiempo arma más eficaz.
A la austeridad sin gozo, al oscuro terror, a la soberbia depresión del jansenismo, él opone el amor filial, confiado, ardiente, expansivo y eficaz del devoto siervo de María, hacia la que es refugio de los pecadores, la Madre de la Divina Gracia, nuestra vida, nuestra dulzura, nuestra esperanza. También nuestra abogada: una abogada entre Dios y el pecador, que se ocupa solo de invocar la clemencia del juez para doblegar su justicia, de tocar el corazón del culpable para vencer su obstinación.
En su convicción y en su vivencia de este papel de María, el misionero declaraba con su pintoresca sencillez que “ningún pecador se le resistía jamás, una vez que ella le ponía la mano al cuello con su rosario”.
Tiene que ser una devoción sincera y leal, y el autor del Tratado sobre la verdadera devoción a la Santísima Virgen distingue con precisión esta de una falsa devoción más o menos supersticiosa, que estaría autorizada por algunas prácticas externas o algunos sentimientos superficiales para vivir como le plazca y permanecer en el pecado, contando con una gracia milagrosa de última hora. La verdadera devoción, la de la tradición, la de la Iglesia, la que diríamos del buen sentido cristiano y católico, tiende esencialmente a la unión con Jesús, bajo la guía de María.
Papa Pío XII (1876-1958). Extractos de su discurso a los peregrinos reunidos en Roma con motivo de la beatificación de san Luis María Grignion de Montfort, realizada el 24 julio de 1947.