San Francisco de Sales evoca el «testamento» de Jesús en la cruz:
«Sin embargo, en su voluntad divina, todavía tenía algo que legar. ¿Y qué, me dirán ustedes, qué otra cosa? ¿Qué, mis queridas hermanas?
Hay una cierta delicadeza espiritual que debía ofrecer a sus más queridos amigos, una delicadeza que no es más que un medio muy singular de conservar la gracia adquirida y de alcanzar el mayor grado de gloria.
Mirando, pues, con los ojos llenos de compasión a su Santísima Madre, que estaba al pie de la cruz con su amado discípulo, no quiso darle su gracia ni pedirla por ella, porque ella ya la poseía, ni menos prometerle la gloria, porque la tenía completamente segura; pero le dio una cierta unión de corazón y un amor tierno por el prójimo, ese amor de unos por los otros, que es uno de los regalos más grandes que su bondad haya dado a los hombres. "Mujer —dijo—, ahí está tu hijo".
Oh Dios, qué intercambio del Hijo al siervo, de Dios a la criatura. Sin embargo, no se negó, sabiendo bien que en la persona de san Juan estaba aceptando como suyos a todos los hijos de la cruz y que sería su Madre querida. Nuestro divino Maestro nos enseñó que, si queremos tener parte en su testamento y en los méritos de su muerte y pasión, debemos amarnos con este amor tierno y cordial del hijo hacia la madre y de la madre hacia el hijo».
San Francisco de Sales, sermón del Viernes Santo, 17 de abril de 1620.
Ver también: Enciclopedia Mariana