11 de enero – Francia: Nuestra Señora de Bessières

«¡Tú eres el enviado de la Madre de Dios!»

En las afueras de París vivía el célebre doctor Luis Granpas, conocido por su gran talento y bondad hacia los pobres. Era un gran cristiano, se preocupaba por los pobres de forma gratuita. Un domingo, regresaba a altas horas de la noche de un congreso de médicos. Cargado con una pesada maleta, llama a un taxi y le da su dirección. El conductor, con rostro sombrío y mucha fuerza, toma la maleta, la coloca en el asiento y le dice en tono seco: «suba».

Por lo general, el Dr. Granpas no juzgaba a nadie por su apariencia, pero el comportamiento del conductor le pareció extraño. Se asombró aún más cuando este último arrancó a toda velocidad, en dirección contraria. Ordena, entonces, al conductor que se detenga. Pero este último no hace caso y sigue su camino. Instintivamente, el pasajero quiere tomar su arma, pero la había dejado en la maleta, que se encontraba cerca del conductor. Así que toma su rosario y confía el resultado de esta aventura a la Madre de Dios.

Finalmente, el coche se detiene frente a una casa. El conductor deja su asiento, abre la puerta con nerviosismo y dice: «Entre rápido, doctor, mi hijo está muriendo». De golpe, el Dr. Granpas comprende el comportamiento del conductor. El amor a su hijo, el miedo a llegar demasiado tarde lo empujó a esta loca carrera.

Entra en la casa donde una joven se inclina ansiosa sobre la cuna de un niño pequeño de pocos meses que se retuerce entre convulsiones. Utilizando todo su arte y todos los medios a su alcance, ¡el médico logra calmar el cuerpecito enfermo!

El padre finalmente recupera su voz:

—Verá, doctor, había llamado a tres médicos, pero ninguno estaba disponible. Con el corazón apesadumbrado, tuve que dejar a mi hijo para tomar el turno de la noche. Al verle, en mi desesperación, solo tenía una idea: salvar a mi hijo.

—Sí, pero, ¿cómo supo que yo era médico?

—Estaba escrito en su maleta.

— Es cierto, no lo había pensado —dijo el doctor.

La madre interrumpe la conversación y dice: «Cuando usted llegó, yo estaba terminando el “Acordaos”». Luego, sonriendo, el médico saca su rosario del bolsillo y dice:

—Esta es el arma que empuñé durante nuestra loca carrera.

—Usted es el enviado de la Madre de Dios —dijo la madre, visiblemente conmovida.

 

Testimonio de Suzanne Voiteau, en Maria Regina, núm. 11, 1952.

Incluido en el Florilegio mariano del hermano Albert Pfleger

 

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