Como decía el padre René Laurentin, María pertenece a las tres fases de la historia de la salvación: al tiempo que precede a Cristo, al periodo de su vida terrena y al tiempo después de Cristo.
Hija de Sion que se convirtió en Madre del Mesías Redentor de los hombres, María estuvo presente desde los primeros pasos de la Iglesia naciente en torno a los doce Apóstoles en Jerusalén, donde vivió con ellos los acontecimientos de la Pasión de su Hijo, de su Resurrección, de su Ascensión, luego del Primer Pentecostés. Los Doce y los primeros discípulos comenzaron a reunirse en el Cenáculo, luego en uno u otro lugar en Jerusalén y María oraba con ellos y fortalecía su fe, esperanza y caridad, como una madre que sostiene a sus hijos.
Madre de Dios que se ha hecho Madre universal, Madre dada al mundo por su Hijo en el Calvario («He ahí a tu hijo» [Jn 19, 26]), María es a la vez la que intercede, la que se hace mediadora de sus hijos, en todo tiempo de la Iglesia y en todas las latitudes del globo... A veces María incluso interviene directamente en la historia de los hombres para transformar el desenlace (por ejemplo, durante la victoriosa batalla de Viena, en 1683) o para advertir a sus hijos frente a un peligro amenazante, o para enviar un mensaje al mundo entero (cf. las apariciones de Lourdes o Fátima, etc.).
María moldea a sus hijos y nunca cesa de engendrarlos espiritualmente, hasta el último advenimiento cuando el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, habrá llegado a la madurez. Ella es para nosotros modelo de fe, esperanza y caridad.
«Como ella es la aurora que precede y descubre al Sol de justicia, que es Jesucristo, debe ser conocida y vista, para que Jesucristo también lo sea», afirma san Luis María Grignion de Montfort, que se expresa así porque, cuanto más nos acercamos al final de los tiempos, más se hace visible la presencia de María en la Iglesia. Así se explica la multiplicación de las apariciones marianas durante dos siglos...