Vuelven hoy a la mente las palabras con las que Isabel pronunció su bendición sobre la Virgen Santa: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,42-43).
Esta bendición está en continuidad con la bendición sacerdotal que Dios había sugerido a Moisés para que la transmitiese a Aarón y a todo el pueblo: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6,24-26). Con la celebración de la solemnidad de María, la Santa Madre de Dios, la Iglesia nos recuerda que María es la primera destinataria de esta bendición. Se cumple en Ella, pues ninguna otra criatura ha visto brillar sobre ella el rostro de Dios como María, que dio un rostro humano al Verbo eterno, para que todos lo puedan contemplar.
Además de contemplar el rostro de Dios, también podemos alabarlo y glorificarlo como los pastores, que volvieron de Belén con un canto de acción de gracias después de ver al niño y a su joven madre (cf. Lc 2,16). Ambos estaban juntos, como lo estuvieron en el Calvario, porque Cristo y su Madre son inseparables: entre ellos hay una estrecha relación, como la hay entre cada niño y su madre. La carne de Cristo, que es el eje de la salvación (Tertuliano), se ha tejido en el vientre de María (cf. Sal 139,13). Esa inseparabilidad encuentra también su expresión en el hecho de que María, elegida para ser la Madre del Redentor, ha compartido íntimamente toda su misión, permaneciendo junto a su hijo hasta el final, en el Calvario.
María está tan unida a Jesús porque él le ha dado el conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentada por la experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe que dejó entrar a Dios en su corazón, en sus proyectos; es la creyente capaz de percibir en el don del Hijo el advenimiento de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4,4), en el que Dios, eligiendo la vía humilde de la existencia humana, entró personalmente en el surco de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús sin su Madre.
María está así unida a Jesús porque recibió de él el conocimiento del corazón, el conocimiento de la fe, alimentado por la experiencia materna y el vínculo íntimo con su Hijo. La Santísima Virgen es la mujer de fe, que hizo lugar a Dios en su corazón, en sus proyectos; Ella es la creyente capaz de acoger en el don del Hijo el advenimiento de aquella "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4) en la que Dios, eligiendo el camino humilde de la existencia humana, entró personalmente en el cauce de la historia de la salvación. Por eso no se puede entender a Jesús separado de su Madre.
Papa Francisco. Homilía del 1 de enero de 2015 (extractos)