8 de diciembre – Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María

María, “el amanecer antes del día de Cristo”

Instintivamente, como los Apóstoles en el Cenáculo, ponemos a María en el centro de la Iglesia. Ella es parte de la comunidad de gracia, porque es la primera de los redimidos. Como nosotros, ella le debe todo a la misericordia de Dios y lo que san Pablo dice de la Iglesia es verdad, más verdad aún, de María: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola (…) y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27).

Toda la hermosura de María, toda su alma juvenil, toda su nobleza de corazón, toda su grandeza de sierva le vienen de la resurrección que es en Cristo Jesús (cf. Rm 3,24). Y su santidad es la primicia de la muerte redentora de su Hijo.

Como nosotros, pero mucho más que nosotros, Dios la escogió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuera irreprochable ante él. Como nosotros, María es una redimida, pero algo increíble la distingue: fue redimida de antemano y el pecado nunca tuvo el menor poder sobre ella, ni con ella la menor connivencia, nunca se adhirió a los tres apetitos que corroen al mundo: el apetito de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida. Por tanto, si María es realmente un miembro del Cuerpo Místico, es un miembro especial y, en cierto sentido, absolutamente aparte.

Este misterio de las maravillas de Dios que cantamos esta mañana con la Iglesia, es el amanecer de un mundo renovado, "la aurora antes del día de Cristo", una claridad de esperanza que avanza cruzando la opacidad del mundo. Es la certeza de que Dios está siempre obrando para hacer nuevas todas las cosas. Y la novedad que brota del corazón de Dios, ¿cómo entra en nuestro mundo? ¡En Nazaret! Y tan acabada es la obra de Dios, tan fascinante el modelo que pone ante nuestros ojos, que instintivamente comenzamos a imitarlo.

Queremos vivir las cosas como María, mirar a las personas como María. Para ver cosas más bellas, basta, sin cerrar los ojos, mirarlas con el corazón.

Jean Leveque, carmelita de la Provincia de Paris.

 

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