En el coche que nos trajo de vuelta de Roma, donde acababa de pasar tres años estudiando, mi padre abad venía preocupado por mi reintegración en la comunidad.
¿Cómo viviría este regreso a una vida muy simple, despojada de las múltiples actividades de una vida estudiantil? Lo escuché atentamente, pero no pude dar una respuesta. No lo sabía.
De regreso al monasterio, me nombraron cocinero y me enviaron a la quesería. Una mañana —todavía lo recuerdo como si fuera ayer—, iba caminando por la ancha avenida de castaños que lleva a una gruta de Lourdes, que está en el parque, cuando de pronto me asaltó el deseo incontenible de rezar el Rosario. La oración me fluía desde dentro, como si quisiera forzar mis labios. Esto sucedió durante meses.
Y todo salió bien. Esta fuerza, que no tenía, me la dio María y avanzo o, más bien, Ella me hace avanzar. Incluso hoy, es para mí una extraordinaria fuente de paz en la tarea que me ha sido asignada.
Padre Guillaume Marie, padre Abad de la abadía de Santa María de Mont des Cats, Godewaersvelde, Francia. Testimonio de 2006.