A través del arcángel Gabriel, el Verbo Eterno de Dios que existió siempre antes que sus padres, simplemente le pidió a María que lo acogiera.
Meditemos en la semejanza entre la forma en que el Hijo de Dios tomó un alma y un cuerpo de hombre en el seno de su Madre y la forma en que, en la noche de Pascua, salió de su tumba. Fue en un gran silencio y sin desgarre que un cuerpo se encontró de repente lleno de vida, y que una tumba, igualmente de repente, se encontró vacía, vaciada de un cadáver que había recobrado plena vida.
Mi obispo escribió un día a su rebaño en Cambrai: «Amo a este Dios que, con dos grandes guiños, viene a sorprendernos con humor en lo que creemos saber con certeza: una virgen no da vida y un muerto no se levanta de su tumba. Y Dios hace esto sin arrojar la menor sospecha sobre el amor carnal experimentado por los esposos, ni tomar a la ligera la prueba de la muerte».
Este misterio se aclara a la luz del misterio aún mayor de la Encarnación.
Así mismo, nos sorprende menos el misterioso cambio que se produce en nuestros altares, cuando el cuerpo de Cristo de pronto ocupa todo el espacio de un trozo de pan, si recordamos la forma en que se formó en un momento en el seno de su madre. El misterio de la Eucaristía prolonga el de la Encarnación. Permite a Cristo realizar el deseo más profundo de su Corazón amoroso: hacerse presente en lo más íntimo de nosotros mismos y derramar allí sus tesoros de ternura.
Adaptado de un artículo del abad Pierre Descouvemont publicado en Famille Chrétienne (Familia cristiana), en marzo 2016.