Si hay un personaje que está en el centro de la historia de la que procede la civilización occidental, es la hija de Israel, la Virgen Madre, la Inmaculada Concepción. Cientos de catedrales (casi 70 en Francia, empezando por la de París), miles de iglesias y monasterios reclaman su patrocinio. En toda Europa está presente.
Esto no se debe en nada al azar: más bien a la centralidad de su persona en la cultura de la que somos los últimos depositarios, los deudores insolventes. La figura de la mujer se había asociado generalmente, en las religiones primitivas, con la fertilidad y la tierra, en forma de diosas con una gran panza, a menudo con varios senos. En el paganismo grecorromano, este papel lo compartían Afrodita y Hera (Venus y Juno). Aquí, belleza venenosa, tentadora, asociada al amor más libre, más desenfrenado, a la prostitución. Allá, un guardián hosco, que reclamaba la santidad del matrimonio. Al fondo, ninfas, musas y gracias, imágenes de belleza, de un arte indefectiblemente ligado a los placeres de los sentidos. De uno y otro lado, dos vírgenes indomables, Atenea, Artemisa, justamente temidas, una por la agudeza de su inteligencia, la otra por su salvajismo e implacable crueldad.
Con María todo cambia, porque en ella se recapitula la herencia del judaísmo del Antiguo Testamento, se concentran las virtudes de Sara, Judit y Ester. Sus características son la pureza, la pobreza, la humildad, la mansedumbre, la magnanimidad, la perseverancia, la piedad, la fuerza y la misericordia. Virgen y Madre al mismo tiempo, ella exalta una belleza inmaculada, ajena a la llamada de los sentidos, y pone el amor materno en el corazón de los misterios de la salvación.
Michel De Jaeghere, periodista. Extracto de su artículo publicado en el diario francés Le Figaro, enero de 2022.