La Inmaculada es, desde su concepción, lo que todos esperamos llegar a ser al final por la gracia. Desde toda la eternidad, Dios dice en su corazón el verso del poeta: "amasé barro e hice oro”. Este es su designio benigno para nuestra humanidad.
En los principios del mundo, es el Padre, artífice divino, quien dice en voz baja: "amasé barro e hice oro", dando forma a Adán en secreto. En el mediodía del mundo es Cristo, el sol de justicia, quien dice susurrando: "amasé barro e hice oro", cuando toma la condición de hombre antes de morir en la cruz por la salvación del mundo. En los últimos tiempos, será el Espíritu Santo, soplo divino, quien susurre: "amasé barro e hice oro", cuando contemple a cada uno a la luz del día de su bautismo y de su vida mientras brilla con el fuego de la caridad.
En el centro de este gran misterio, de esta alquimia divina que el Creador medita en cada momento de su eternidad, juega un papel especial la Inmaculada Concepción de María. La Inmaculada Concepción de María es una gracia para ella misma, pero totalmente subordinada a su Hijo, el único inmaculado por naturaleza. La Inmaculada Concepción de María es una gracia para la Iglesia, que se reconoce en esta Esposa del Espíritu Santo sin mancha ni aspereza. La Inmaculada Concepción de María es una gracia para todos los bautizados, que ven en ella la prueba de que la benevolencia divina es ilimitada.
Hermano Jean-Thomas de Beauregard, 9 de diciembre de 2019. Extracto de Marie et l'Église : Petite théologie (Maria y la Iglesia: pequeña teología),