Siendo un joven seminarista en prácticas de verano en los santuarios de Lourdes, participé en la preparación de la “Tarde de oración” bajo las rotondas. En ese mes de agosto la afluencia de peregrinos era considerable y de muchas naciones.
Había surgido la idea de transcribir el avemaría a los principales idiomas de los peregrinos. Yo, que en realidad no soy políglota, fui responsable de recopilar tantas traducciones como fuera posible. Nada más fácil. Caminé por el otro lado del río Gave, agucé el oído y, tan pronto como escuchaba un idioma desconocido para mí, me lanzaba sobre la “presa” y le decía, “¿podrías escribirme el avemaría en tu idioma en esta hoja?”.
Los primeros que encontré, no es de extrañar, fueron unos italianos. Los papás y su hija mayor, visiblemente enferma. La madre, muy comunicativa, tomó mi hoja de papel y comenzó a escribir. “Esto comienza bien”, pensé. Lo que me sorprendió fue que una hoja de papel no parecía suficiente. La madre italiana escribía muy rápido y veía que, mientras la pluma corría sobre el papel, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Le tomó unos buenos diez minutos devolverme finalmente mis hojas emborronadas de algo que, sospechaba, era algo muy diferente a un breve avemaría.
¿Qué estaba escrito? Más tarde lo supe cuando un sacerdote italiano me tradujo el contenido del mensaje. La madre afligida se había extendido libremente, contando la enfermedad de su hija, la angustia de los padres, las continuas oraciones que habían elevado a Dios y la confianza que tenían en que la Virgen María no los dejaría irse sin curación y paz de corazón. Fue abrumador. El sacerdote italiano que lo leyó tuvo que detenerse varias veces por la emoción. Así que una mujer a la que no conocía del todo me había entregado en una hoja de papel todas sus oraciones y toda la historia de su pobre vida. Esta confianza espontánea, esta franqueza inmediata y sin adornos, fue una verdadera gracia mariana. A los pies de la Virgen, nos contamos todo, porque estamos en familia.
El padre Guillermo de Menthière, licenciado en Teología y máster en Filosofía, fue ordenado sacerdote en la diócesis de París en 1991. Actualmente es profesor de Teología en la Escuela Catedral de París y en el Collège des Bernardins, también llamado “Colegio de San Bernardo”. Este último, antiguo monasterio cisterciense, es hoy un centro de estudios, conferencias, diálogo religioso, teología y cultura.