Desde su niñez, María se llenó del Espíritu Santo y, a medida que crecía, la gracia aumentaba en ella. Por tanto, decidió amar a Dios con todo su corazón, para que él no se sintiera ofendido ni por sus palabras ni por sus acciones. Así que ignoró los bienes de la Tierra y dio a los pobres todo lo que pudo.
Era tan moderada en sus comidas, que solo tomaba lo necesario para mantener su cuerpo. Cuando comprendió, según las Sagradas Escrituras, que Dios tenía que nacer de una virgen para redimir al mundo, su corazón se llenó tanto del amor divino que no tuvo otro pensamiento, ni otro deseo más que el de Dios.
Al encontrar la felicidad solo en Dios, incluso evitó conversar con sus padres, para que no le hicieran perder la memoria de Dios. Finalmente, quiso vivir en el momento de la venida del Mesías para convertirse en la virgen bendita que merecería ser su madre.
Santa Brígida, Revelaciones III, VIII, en san Alfonso María de Ligorio (doctor de la Iglesia), Las Glorias de María, Ediciones San Pablo, 1997, p. 254.