En 1836, la parroquia de Nuestra Señora de las Victorias, ubicada en el centro de París, rodeada de teatros y lugares de placer, se había convertido en el punto central desde donde partían y adonde llegaban los movimientos políticos que agitaron París durante tantos años. Así, la parroquia había visto la extinción de casi todo sentimiento, de casi toda idea religiosa. Su iglesia estaba desierta, incluso en los días de las mayores solemnidades; los sacramentos y la práctica religiosa fueron abandonados. Nada parecía poner fin a esa situación deplorable que existía desde hacía diez años.
El 3 de diciembre de 1836, fiesta de san Francisco Javier, a las 9 de la mañana, comencé la santa Misa al pie del altar de la Santísima Virgen. Estaba en el primer verso del salmo Iudica me (Júzgame), cuando un pensamiento me vino a la mente. Fue el pensamiento de la inutilidad de mi ministerio en esta parroquia. Ese pensamiento, ay, no me era ajeno, tenía demasiadas ocasiones para concebirlo y recordarlo.
A pesar de todos mis esfuerzos por hacer a un lado ese desafortunado pensamiento, persistió tanto que absorbió todas las facultades de mi mente, hasta el punto de leer y recitar las oraciones sin entender lo que decía. Después de haber recitado el Sanctus, me detuve un momento, traté de recordar mis ideas y, asustado del estado de mi mente, me dije: “¡Dios mío! ¿En qué estado estoy? ¿Cómo voy a ofrecer el Sacrificio divino? No tengo suficiente libertad de espíritu para consagrar. Oh, Dios mío, ¡líbrame de esta desafortunada distracción!”.
Apenas terminé estas palabras, escuché muy claramente estas palabras pronunciadas de manera solemne: "Consagra tu parroquia al Santísimo e Inmaculado Corazón de María".
Abad Desgenettes, párroco de Nuestra Señora de las Victorias, fundador de la cofradía del Santísimo e Inmaculado Corazón de María (1778 - 1860).